Hacía mucho que no me pasaba.
Encontrar una canción que me cautivase por todo. Por la letra, por la música, por los recuerdos.
Una de esas canciones que te parece perfecta desde siempre, aunque la acabes de descubrir. Y que te duele por dentro no haberla conocido antes.
La letra es de Manuel Alcántara. Un poeta bigotudo que no podía ser de otro sitio sino del barrio de La Victoria (Málaga). Porque cuando se oye esta canción a una le vienen los adoquines de Larios, los pinos de Gibralfaro, Torrijos. Sabor a Sur. A cal en las paredes, a sal de playa, a espeto, a palmera, a hoguera de San Juan, a Málaga. Se trata de una canción muy triste pero muy completa. Muy amarga. En la que una sabe que hay una historia para cada palabra, y que toda la enumeración no son comas, sino una vida amontonada.
Manuel nació hace mucho. Como muchos otros por entonces, emigró. Como aún más, comenzó una carrera de letras, y no la acabó. Seguramente al pincharse con la espina de un jazmín descubrío que no sangraba sangre sino tinta y eso le llevó a pegarse a la métrica. Pero como los jazmines no tienen espinas, esto debe ser mentira, y simplemente al colocarse delante de una máquina de escribir, el galope de las falanges se dio solo. Con el tiempo se fue agarrando también a las columnas, fumando papel, pero de periódico.
Quien canta es Mayte Martín. Que no os engañe su voz ni su dolor: es catalana. Lleva a veces gafas y el pelo cano. Sobria, sin artificios. Los acordes de Montón o Caro parecen la bufanda de su garganta. Ha cantado por los muertos, por los que tienen Alzhéimer y por Alcántara. La suele acompañar un piano o una guitarra, porque su cante es de melodía pura, de esas que saben a taconeo pero prescinden de él en pos de alguna figura doliente de Belén.
Mayte tiene una sala de conciertos en Barcelona. Y allí tiende pentagramas delicadamente. Como quien abre su casa, deja pasar un huracán, y allí se quedan todos los duendes.
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