sábado, 25 de enero de 2014

Boira V. Old boy (2013) o La americanización del cine


Pasó, por ejemplo, con Vanilla Sky. 
Adiós al encanto de la dicción de Noriega, del gris en vez de la iluminación de focos. Adiós a una Madrid cerrada al tráfico (excepto por una ventana y una multitud en Plaza España que dio lugar a un programa informático de eliminación de caras en ambientes urbanos con el nombre del director español). Adiós al encanto, adiós.

Las versiones americanas de un cine de autor previo comparten el denominador común de arruinarlas. Parece que la manufactura cuando se convierte en producción en serie pierde todo su arrebato y se convierte tan solo en una pieza más de la globalizada butaca de cine. Y el cine asiático, en ese sentido, es una gran víctima.

La maldición, La llamada, My sassy girl, Dark water y, ahora mismo en pantallas, Old boy. El Tío Sam parece el nuevo Rey Midas, llevando a cuestas esa maldición de que todo lo que toque su meñique, se acabe convirtiendo en oro: toda la belleza, todo plano destinado a la poesía visual. Un oro que en vez de enriquecer, deshidrata y fameliza: la maldición del monarca ambicioso hizo que muriese de inanición, pues cada manjar que llegaba a sus manos, se llenaba de Au y perdía su fibra, su grasa y su nutriente. Sales del cine vacío, tan solo con restos de maíz entre los dientes.

Old boy fue mi primer contacto con el cine asiático. De casualidad. En ella descubrí la fuerza de los planos, la importancia del silencio y la expresión facial como guión suficiente. Esa clara diferencia cultural que notamos al hablar con un coreano, se transmite también por entre los fotogramas. Parece que se encuentra escondido entre cada frame un pedazo de Goryeo y Joseon. En Asia se piensa diferente. Se siente diferente. El rasguño en los ojos debería habernos advertido hace tiempo de que recibir la vida tan a sorbos debía provocar una filosofía interior muy diferente a la nuestra. Por eso nadie entiende que el tiempo avanza en 2046 cuando un plano picado nos muestra al protagonista comiendo: nadie sabemos que en Asia se come diferente a las dos del mediodía y a las siete de la tarde. No podemos entender que han transcurrido horas de una escena a otra: solo vemos a un hombre engullendo. Nada más. Se nos escapa el significado. El contenido y el continente, el continente asiático entero, más bien.

Spike Lee, ahora, ha arrebatado a la cinta de toda sutileza. Cuando se explica, no entendemos los motivos del vengador. Se nos queda corto saber el porqué de encarcelar a un hombre durante veinte años. Parece forzado, superficial. Al espectador de la americana se le sube el labio inferior un poco, frunce las cejas con disgusto y se encoge intermitentemente de hombros. Le parece de locos, absurdo, poco justificado ese motivo. El espectador de Chan-Wook, en cambio, ahoga una carcajada de victoria, se vuelve él mismo loco, babea, y le parece que dar comida china y vodka a un hombre de lunes a domingo durante dos décadas, es lo más lógico y racional. Con el coreano, el protagonista es quien se venga. Con los americanos, el protagonista es el vengado. Y una misma historia con dos protagonistas diferentes según el área geográfica en que se ruede, claramente tiene fallos.

El cine americano es un eyaculador precoz. Spike Lee no nos explica pacientemente cómo la chica se enamora del protagonista: qué ve en él, cómo la compasión consigue despojarse de sus tres primeras letras. No se detiene a hacernos comprender cómo avanzan la rabia y la furia durante veinte años: tan solo muestra el avance del tiempo con recortes de prensa y un tatuaje anual. No incide en el dolor de cada palito tatuado, que vivimos más como un dolor momentáneo, cuando es un dolor que se extiende visceralmente desde las muñecas al miocardio durante meses. En toda la película, nadie nos mira de frente, nadie, en silencio, frunce el ceño durante veinte segundos, porque parece que para América del Norte veinte segundos así son demasiados. Ningún actor suspira, gruñe o pega un puño que no sea destinado a nadie más que a él mismo: en este cine americano valen más los puños que moratizan a otros. Ninguno de los productores sintió, tampoco, en la última escena, la necesidad de mostrar victoria en un cadáver, de restregarnos cómo un muerto podía ser más feliz que un vivo: era más visual eyacular pronto la escena, desvanecerla rápido escondiendo la cámara entre vigas. En esta cinta, todos los gritos se oyen: con Corea, los más importantes se evitan. ¡En esta película Oh Dae-su come empanadillas y en la coreana se atraganta con un pulpo! Y todo eso que no está en la cinta es justo lo que importa. Las tres letras, el tatuaje, los veinte segundos, los suspiros, los silencios, el pulpo.

Esta película americanizada me parece un queso Gruyer en el que precisamente lo delicioso, se encuentra en sus agujeros.

Dejo un ejemplo más. Está claro que ninguna americanización incluiría a Vivaldi. 
Porque no sé si sabéis que la banda sonora de una de las tres, pertenece a Vivaldi.

 

"Cessate, omai cessate.
Ah, ah ch'infelice sempre 
me vuol Dorilla ingrata.
Ah sempre piu spietata; 
m'astringe à lagrimar"



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