lunes, 19 de mayo de 2014

Boira VII. Manuel Alcántara y Mayte Martín o El abismo de los duendes

Hacía mucho que no me pasaba.

Encontrar una canción que me cautivase por todo. Por la letra, por la música, por los recuerdos.  
Una de esas canciones que te parece perfecta desde siempre, aunque la acabes de descubrir. Y que te duele por dentro no haberla conocido antes.

La letra es de Manuel Alcántara. Un poeta bigotudo que no podía ser de otro sitio sino del barrio de La Victoria (Málaga). Porque cuando se oye esta canción a una le vienen los adoquines de Larios, los pinos de Gibralfaro, Torrijos. Sabor a Sur. A cal en las paredes, a sal de playa, a espeto, a palmera, a hoguera de San Juan, a Málaga. Se trata de una canción muy triste pero muy completa. Muy amarga. En la que una sabe que hay una historia para cada palabra, y que toda la enumeración no son comas, sino una vida amontonada.

Manuel nació hace mucho. Como muchos otros por entonces, emigró. Como aún más, comenzó una carrera de letras, y no la acabó. Seguramente al pincharse con la espina de un jazmín descubrío que no sangraba sangre sino tinta y eso le llevó a pegarse a la métrica. Pero como los jazmines no tienen espinas, esto debe ser mentira, y simplemente al colocarse delante de una máquina de escribir, el galope de las falanges se dio solo. Con el tiempo se fue agarrando también a las columnas, fumando papel, pero de periódico.


Quien canta es Mayte Martín. Que no os engañe su voz ni su dolor: es catalana. Lleva a veces gafas y el pelo cano. Sobria, sin artificios. Los acordes de Montón o Caro parecen la bufanda de su garganta. Ha cantado por los muertos, por los que tienen Alzhéimer y por Alcántara. La suele acompañar un piano o una guitarra, porque su cante es de melodía pura, de esas que saben a taconeo pero prescinden de él en pos de alguna figura doliente de Belén.

Mayte tiene una sala de conciertos en Barcelona. Y allí tiende pentagramas delicadamente. Como quien abre su casa, deja pasar un huracán, y allí se quedan todos los duendes.


lunes, 14 de abril de 2014

Boira VI. Pieter Brueghel o La conquista del detalle

Me recuerda a las pesadillas. Y a los libros de duendes.
Esas figuras generalmente estilizadas, de codos imposibles, de músculos flácidos y esqueléticamente flexibles. Un puñado de peces en la tierra, de reptiles cuyos anos aparecen marcados con detalle, piedras, árboles sin hojas, caras no identificables. Así he visto siempre a Brueghel. Hasta El Suicidio de Saúl.

El suicidio de Saúl. Brueghel
Este cuadro habla del suicidio de un rey. Es ese que aparece en la esquina inferior izquierda, repleto de sangre, agonizante. Es increíble. La escena más importante, la que define el sentido del cuadro, es justo esa pequeña combinación de dos cadáveres sobre una roca. Y sin embargo, Brueghel pinta todo lo demás. Porque todo lo demás es necesario para entender esa esquina del cuadro. ¿Cuánto más pinta? ¿Cien, trescientas, mil cabezas de soldados armados? ¿Cuántas lanzas? Más que en la Breda cercana a su ciudad natal, seguro. Todo un lienzo, toda una elaborada maquinaria artística, para sostener y rodear a esos milímetros de tela protagonistas. Con lo fácil que habría sido dibujar tan solo a un hombre escupiendo sangre. Pero no. Brueghel pinta, además, una batalla. Cueste lo que cueste.

En la lápida de Brueghel no aparece su año de nacimiento porque nadie lo sabe. Puede estimarse, a partir de las referencias que sitúan su muerte en una edad joven, o en función del año en que entró en una academia de pintores, que solía ser al comienzo de la veintena. Y debe ser que un pintor sin fecha de nacimiento se vuelve loco. Y meticuloso. Y todo el hieratismo con todo el movimiento. Y naranja y negro. Y expresiones incluidas en la naturaleza y personajes de distintos tamaños. Tal es el caso de La loca Meg.

Dulle Griet o La loca Meg. Brueghel
Sería injusto decir que es un cuadro que recuerda al Bosco, porque ambos pertenecen, junto con Rubens y Eyck, al cuarteto de lienzo por excelencia de la pintura flamenca. Pero creo que es perdonable decir que me recuerdan a Dante. Y a sus círculos. Y a la insistencia y recurrencia en el pecado, la vida y la muerte.

¿Qué ojos pueden contener a Brueghel con una sola mirada? ¿Cómo puede abarcarse? No hay abrazo visual que pueda acumular toda esa tinta y esa acuarela. ¿Quién sería capaz de dibujarlo de memoria? Nadie. Las señoritas de Avignon son siempre cinco y se incrustan en el quiasma, pero ninguna de Brueghel, ni hasta las más sencillas de campesinos o de Jauja, donde un cerdo apuñalado representa la gula o una cáscara de huevo con patas es Satán, pueden retenerse. Parece que al mirarlo otra vez el cuadro cambia. Como si sus figuras se hubiesen paseado vivas por entre las hebras del lienzo, saltando de poro a poro cual delfines sintéticos, para burla del espectador. Desapareciendo, mostrándose, matando. Estoy segura de que cada figura de sus cuadros, ríe, canta y baila.

Se podría decir que fue los orígenes de Buscando a Wally. Es decir, de la muchedumbre y del gentío con salpicaduras concretas de sarcasmo y crítica. Un ejemplo es El triunfo de la Muerte. Otra vez el color ocre, y las llanuras de tierras inhabitadas y estériles. Otra vez los troncos viejos, su madera como pellejo de ancianos. Y otra vez el bulto. El todo concentrado. Como si el pintor se diese cuenta de que todo el universo debe caber en sus centímetros, y los condensase, casi unidos unos a otros. Como si no existiese más espacio en el mundo que su cuadro. Por eso a Bruguel no le hacen falta las comas ni los paréntesis. La disposición de sus personajes son su ortografía.
El triunfo de la muerte. Brueghel
¿Podéis encontrar una Muerte decapitando? ¿Una guadaña? ¿Un perro olisqueando un cadáver? ¿Un bufón escondiéndose? Este es el juego de encontrar personajes al que me refería. Solo que aquí nadie viste un suéter de rayas. Todo lo que hay es náusea.

Pero mirad por un momento la esquina inferior derecha. Una pareja se dedica versos y suspiros, absorta a la matanza que sucede a su alrededor. Son dos enamorados. Nada les importa del mundo más que la nuez en la garganta del otro. En plena guerra, en pleno apotéosico final del mundo, donde uno debe imaginar gritos desagarrados y olor a bayoneta y sangre, hay allí, tranquilos, apartados, dos amantes. Solo ellos pueden soñar mientras el resto fallece. No es esperanza. Es ignorancia. Y de nuevo, como con Saúl, el sentido completo del cuadro lo da esa escena, solo esa escena de dos seres amándose, rodeados de todo lo anterior. Nadie podría entender que el flamenco criticaba la falta de conciencia sobre el dolor si no hubiese rodeado a esa pareja de toda esa miseria. Efectivamente, Brueghel no dibuja en vano: contextualiza.

Pero, ¿haría falta tanto? ¿Tanto contexto, tanto detalle? Hasta Brueghel la pintura era muy macroscópica. Grandes palacios, pocos personajes, motivos explícitos y claros, bodegones, paisajes. Pero llega él y llena el cuadro de materias. Narra, ¡escribe y describe! Con él llega lo microscópico. Las intenciones, interacciones, la mirada que debe recorrer con paciencia su obra. Nos sobran en este punto los nistagmos.

Pero lleguemos. Lleguemos por fin a mi favorito. A Ícaro.

Paisaje con la caída de Ícaro. Brueghel

Un paisaje corriente. Un campesino cualquiera azuzando a su caballo. Algunos barcos faenando, o volviendo de viaje. Árboles, rocas, olas. Pero allí, en un punto concreto del cuadro, alguien se ahoga. Casi le entra a uno a bocanadas el sabor a sal apelotonado en la glotis cuando lo advierte. Son esas dos piernas junto al barco más grande, que nos indican que Ícaro muere. Que ha caído, fruto de su impaciencia con sus alas de cera, y que agoniza ahora en la costa de un pueblo anónimo.

Es a este Brueghel al que me refiero. Uno que esconde. Que espera encontrarse con un espectador inteligente y atento. Uno que sin duda, conquistó el detalle.


sábado, 25 de enero de 2014

Boira V. Old boy (2013) o La americanización del cine


Pasó, por ejemplo, con Vanilla Sky. 
Adiós al encanto de la dicción de Noriega, del gris en vez de la iluminación de focos. Adiós a una Madrid cerrada al tráfico (excepto por una ventana y una multitud en Plaza España que dio lugar a un programa informático de eliminación de caras en ambientes urbanos con el nombre del director español). Adiós al encanto, adiós.

Las versiones americanas de un cine de autor previo comparten el denominador común de arruinarlas. Parece que la manufactura cuando se convierte en producción en serie pierde todo su arrebato y se convierte tan solo en una pieza más de la globalizada butaca de cine. Y el cine asiático, en ese sentido, es una gran víctima.

La maldición, La llamada, My sassy girl, Dark water y, ahora mismo en pantallas, Old boy. El Tío Sam parece el nuevo Rey Midas, llevando a cuestas esa maldición de que todo lo que toque su meñique, se acabe convirtiendo en oro: toda la belleza, todo plano destinado a la poesía visual. Un oro que en vez de enriquecer, deshidrata y fameliza: la maldición del monarca ambicioso hizo que muriese de inanición, pues cada manjar que llegaba a sus manos, se llenaba de Au y perdía su fibra, su grasa y su nutriente. Sales del cine vacío, tan solo con restos de maíz entre los dientes.

Old boy fue mi primer contacto con el cine asiático. De casualidad. En ella descubrí la fuerza de los planos, la importancia del silencio y la expresión facial como guión suficiente. Esa clara diferencia cultural que notamos al hablar con un coreano, se transmite también por entre los fotogramas. Parece que se encuentra escondido entre cada frame un pedazo de Goryeo y Joseon. En Asia se piensa diferente. Se siente diferente. El rasguño en los ojos debería habernos advertido hace tiempo de que recibir la vida tan a sorbos debía provocar una filosofía interior muy diferente a la nuestra. Por eso nadie entiende que el tiempo avanza en 2046 cuando un plano picado nos muestra al protagonista comiendo: nadie sabemos que en Asia se come diferente a las dos del mediodía y a las siete de la tarde. No podemos entender que han transcurrido horas de una escena a otra: solo vemos a un hombre engullendo. Nada más. Se nos escapa el significado. El contenido y el continente, el continente asiático entero, más bien.

Spike Lee, ahora, ha arrebatado a la cinta de toda sutileza. Cuando se explica, no entendemos los motivos del vengador. Se nos queda corto saber el porqué de encarcelar a un hombre durante veinte años. Parece forzado, superficial. Al espectador de la americana se le sube el labio inferior un poco, frunce las cejas con disgusto y se encoge intermitentemente de hombros. Le parece de locos, absurdo, poco justificado ese motivo. El espectador de Chan-Wook, en cambio, ahoga una carcajada de victoria, se vuelve él mismo loco, babea, y le parece que dar comida china y vodka a un hombre de lunes a domingo durante dos décadas, es lo más lógico y racional. Con el coreano, el protagonista es quien se venga. Con los americanos, el protagonista es el vengado. Y una misma historia con dos protagonistas diferentes según el área geográfica en que se ruede, claramente tiene fallos.

El cine americano es un eyaculador precoz. Spike Lee no nos explica pacientemente cómo la chica se enamora del protagonista: qué ve en él, cómo la compasión consigue despojarse de sus tres primeras letras. No se detiene a hacernos comprender cómo avanzan la rabia y la furia durante veinte años: tan solo muestra el avance del tiempo con recortes de prensa y un tatuaje anual. No incide en el dolor de cada palito tatuado, que vivimos más como un dolor momentáneo, cuando es un dolor que se extiende visceralmente desde las muñecas al miocardio durante meses. En toda la película, nadie nos mira de frente, nadie, en silencio, frunce el ceño durante veinte segundos, porque parece que para América del Norte veinte segundos así son demasiados. Ningún actor suspira, gruñe o pega un puño que no sea destinado a nadie más que a él mismo: en este cine americano valen más los puños que moratizan a otros. Ninguno de los productores sintió, tampoco, en la última escena, la necesidad de mostrar victoria en un cadáver, de restregarnos cómo un muerto podía ser más feliz que un vivo: era más visual eyacular pronto la escena, desvanecerla rápido escondiendo la cámara entre vigas. En esta cinta, todos los gritos se oyen: con Corea, los más importantes se evitan. ¡En esta película Oh Dae-su come empanadillas y en la coreana se atraganta con un pulpo! Y todo eso que no está en la cinta es justo lo que importa. Las tres letras, el tatuaje, los veinte segundos, los suspiros, los silencios, el pulpo.

Esta película americanizada me parece un queso Gruyer en el que precisamente lo delicioso, se encuentra en sus agujeros.

Dejo un ejemplo más. Está claro que ninguna americanización incluiría a Vivaldi. 
Porque no sé si sabéis que la banda sonora de una de las tres, pertenece a Vivaldi.

 

"Cessate, omai cessate.
Ah, ah ch'infelice sempre 
me vuol Dorilla ingrata.
Ah sempre piu spietata; 
m'astringe à lagrimar"



domingo, 19 de enero de 2014

Boira IV. Pissarro o El dominio del paisaje


Lila, naranja, amarillo, azul, gris y verde.
Una paleta de seis colores a pinceladas diminutas y nerviosas se convierte en el manto de cualquiera de los campos de L'Hermitage.
Lógico, el verde. Pero ¿lila naranja, amarillo, azul y gris?
Todos los colores para el campo. 

Si uno hiciese una fotografía de cerca a una de las esquinas de un cuadro de Pissarro, y la proyectase, se pensaría sin duda que pertenece a Pollock. Tal era la abundancia de color. Con este francés, todas las combinaciones eran posibles, y los abrigos de las mujeres, manchas de púrpura, azul y rojo y blanco. Es el artista copulativo, el impresionista polícromo y el cronista campestre. Aquel que hizo de la tessela un arma para la pintura y una futura arma para los collages con fotos. Lo pequeño, constituía lo grande. Cada mancha unida a otra mancha hacían una mancha mayor que tenía forma y era reconocible. El puntillismo. El impresioniso. Pissarro descubrió el átomo en la pintura.

Los cuadros impresionistas se ven de cerca y de lejos. De lejos, para ver las formas. De cerca, para ver sus células. Por eso  no es raro ver en el museo visitantes andando hacia atrás, chocándose con otros visitantes que, a sus espaldas, también caminaban hacia atrás para contemplar el suyo. Se oyen susurros "perdón, perdón", y sonrisas. Para ver bien esta exposición hay que hacer ejercicio. Ese día recomiendo no ir al gimnasio o saldrán agujetas.

Y, en fin, solo hay que acercarse. A uno cualquiera. Para descubrir las manchas. Se adivinan incluso los trazos, y así uno comprende la importancia de una línea recta para dirigir un brazo, lo esencial de tres manchas horizontales con abundante pintura para indicar movimiento y la curva rápida en color más intenso para, de lejos, adivinar el contorno de una pierna. Ya lo imaginaba, pero con cada cuadro confirmo cómo según dirijamos el pincel, así conferiremos vida. Ese mismo brazo de la señora que se entretiene en arrancar no se qué fruto del seto, podría estar hecho a base de círculos. Con rayotes. Pero no, un movimiento seco, que claramente se ve hecho hacia la izquierda (uno puede ver la mano del artista moviéndose solo con contemplar el cuadro), es el responsable de que apreciemos dinamismo. En resumen, cada cuadro es un estandarte de esfuerzo y tiempo. Si se contase el número de pinceladas de un cuadro de Pissarro, coincidiría seguramente con el número de hojas caídas en otoño en toda Francia.

A la entrada de la exposición que acoge el Caixa Fórum de Barcelona hasta el 26 de enero de 2014, hay una foto en blanco y negro de Camille. Qué curioso. Siempre me lo había imaginado calvo. O con poco pelo. Y bastante delgado. Y en cambio me encuentro una figura imponente, con larga barba espumosa (de esas que parecen espuma de cerveza, como si al tocarlas, fueran a desaparecer) y ojos despiertos, hundidos pero sonrientes. Sí, es una foto de madurez, está ya canoso, y sostiene su pincel con fuerte destreza. Lleva un chaquetón de paño. Y una bufanda. Ese era Camille.
Folleto y entrada de la exposición en el Caixa Fórum Barcelona

Siempre he pensado que, como en biología, debe de haber pintores de bota y pintores de bata. Los de bota son aquellos que hacen trabajo de campo, suelen mancharse de tierra las manos y sufrir las inclemencias del clima. Los de bata son aquellos de taller y laboratorio, que la única climatología que reciben es la que transcurre a través de sus ventanales o las humedades de su techo. Camille era de los primeros. No puedo imaginar cuántas hormigas tuvieron el placer de surcar la montaña de sus zapatos.

De hecho, allá por el decimonónico, si uno cerraba los ojos para evocar las campiñas galas, debía sin duda incluir en ellas, entre las sombras de las acacias y la prolongada rivera de los ríos, la silueta de un caballete y su dueño. Pissarro pintaba al aire libre. Por eso iba siempre tan abrigado. Imagino que le debía costar transportar todos sus materiales hasta el punto idóneo, que seguramente se le acabarían cayendo cada dos por tres la maleta, la paleta o las pinturas. Alguna debió perder entre la paja o la hierba. Pero acabaría llegando. Con las manos en jarras, daría una vuelta sobre sí mismo, abocetando con la mirada su siguiente obra, y finalmente, de repente, como si un interruptor hubiese activado un resorte, colocaría su tabla y empezaría a vestirla de color. A Pissarro le apasionaban los cambios cromáticos que traen consigo los cambios de estaciones y las horas solares: un punto de obsesión rozaba el hecho de pintar el mismo paraje en dos momentos diferentes. Estoy convencida de que el sol se sintió dignificado y alabado durante todo el siglo XIX.

No obstante, tuvo que volver al interior. A ser pintor de bata. A mirar a través de sus ventanales. Una salud debilitada le llevó a hoteles y casas altas, para poder dibujar desde sus balconadas la crónica del día. Pissarro volvió a la ciudad. Y la pintó. Ajetreo, calles llovidas y mercados. Cómo debió ser su talento descriptivo, que una visitante francesa de la exposición le comenta a su amiga: "Tu vois, ainsi étaient les rues décrites pour ma arrière-grand-mère. On dirait que Pissarro m'a prêté ses yeux"

Durante la exposición hay algo que me recuerda al Thyssen. No sé si son los marcos de los cuadros, barrocos de madera. No sé si es la estructura por etapas, o la descripción de las mismas. No sé qué es, que algo me huele a Thyssen. Y pam. Al salir de la exposición, en los créditos, ahí está. El comisario de la exposición es el director artístico del museo madrileño. ¿Qué elegante destreza habrá tramado, que hablando Pissarro, susurraba Bornemisza? Al salir también, de nuevo esa foto en blanco y negro de Camille y su abrigo de paño. Y su larga barba blanca. Tan blanca, que me pregunto si alguna vez, al atusarla entre pincelada y pincelada, no terminaría manchándosela, como una paleta. 

Manchándosela de lila, naranja, amarillo, azul, gris o verde.