sábado, 25 de enero de 2014

Boira V. Old boy (2013) o La americanización del cine


Pasó, por ejemplo, con Vanilla Sky. 
Adiós al encanto de la dicción de Noriega, del gris en vez de la iluminación de focos. Adiós a una Madrid cerrada al tráfico (excepto por una ventana y una multitud en Plaza España que dio lugar a un programa informático de eliminación de caras en ambientes urbanos con el nombre del director español). Adiós al encanto, adiós.

Las versiones americanas de un cine de autor previo comparten el denominador común de arruinarlas. Parece que la manufactura cuando se convierte en producción en serie pierde todo su arrebato y se convierte tan solo en una pieza más de la globalizada butaca de cine. Y el cine asiático, en ese sentido, es una gran víctima.

La maldición, La llamada, My sassy girl, Dark water y, ahora mismo en pantallas, Old boy. El Tío Sam parece el nuevo Rey Midas, llevando a cuestas esa maldición de que todo lo que toque su meñique, se acabe convirtiendo en oro: toda la belleza, todo plano destinado a la poesía visual. Un oro que en vez de enriquecer, deshidrata y fameliza: la maldición del monarca ambicioso hizo que muriese de inanición, pues cada manjar que llegaba a sus manos, se llenaba de Au y perdía su fibra, su grasa y su nutriente. Sales del cine vacío, tan solo con restos de maíz entre los dientes.

Old boy fue mi primer contacto con el cine asiático. De casualidad. En ella descubrí la fuerza de los planos, la importancia del silencio y la expresión facial como guión suficiente. Esa clara diferencia cultural que notamos al hablar con un coreano, se transmite también por entre los fotogramas. Parece que se encuentra escondido entre cada frame un pedazo de Goryeo y Joseon. En Asia se piensa diferente. Se siente diferente. El rasguño en los ojos debería habernos advertido hace tiempo de que recibir la vida tan a sorbos debía provocar una filosofía interior muy diferente a la nuestra. Por eso nadie entiende que el tiempo avanza en 2046 cuando un plano picado nos muestra al protagonista comiendo: nadie sabemos que en Asia se come diferente a las dos del mediodía y a las siete de la tarde. No podemos entender que han transcurrido horas de una escena a otra: solo vemos a un hombre engullendo. Nada más. Se nos escapa el significado. El contenido y el continente, el continente asiático entero, más bien.

Spike Lee, ahora, ha arrebatado a la cinta de toda sutileza. Cuando se explica, no entendemos los motivos del vengador. Se nos queda corto saber el porqué de encarcelar a un hombre durante veinte años. Parece forzado, superficial. Al espectador de la americana se le sube el labio inferior un poco, frunce las cejas con disgusto y se encoge intermitentemente de hombros. Le parece de locos, absurdo, poco justificado ese motivo. El espectador de Chan-Wook, en cambio, ahoga una carcajada de victoria, se vuelve él mismo loco, babea, y le parece que dar comida china y vodka a un hombre de lunes a domingo durante dos décadas, es lo más lógico y racional. Con el coreano, el protagonista es quien se venga. Con los americanos, el protagonista es el vengado. Y una misma historia con dos protagonistas diferentes según el área geográfica en que se ruede, claramente tiene fallos.

El cine americano es un eyaculador precoz. Spike Lee no nos explica pacientemente cómo la chica se enamora del protagonista: qué ve en él, cómo la compasión consigue despojarse de sus tres primeras letras. No se detiene a hacernos comprender cómo avanzan la rabia y la furia durante veinte años: tan solo muestra el avance del tiempo con recortes de prensa y un tatuaje anual. No incide en el dolor de cada palito tatuado, que vivimos más como un dolor momentáneo, cuando es un dolor que se extiende visceralmente desde las muñecas al miocardio durante meses. En toda la película, nadie nos mira de frente, nadie, en silencio, frunce el ceño durante veinte segundos, porque parece que para América del Norte veinte segundos así son demasiados. Ningún actor suspira, gruñe o pega un puño que no sea destinado a nadie más que a él mismo: en este cine americano valen más los puños que moratizan a otros. Ninguno de los productores sintió, tampoco, en la última escena, la necesidad de mostrar victoria en un cadáver, de restregarnos cómo un muerto podía ser más feliz que un vivo: era más visual eyacular pronto la escena, desvanecerla rápido escondiendo la cámara entre vigas. En esta cinta, todos los gritos se oyen: con Corea, los más importantes se evitan. ¡En esta película Oh Dae-su come empanadillas y en la coreana se atraganta con un pulpo! Y todo eso que no está en la cinta es justo lo que importa. Las tres letras, el tatuaje, los veinte segundos, los suspiros, los silencios, el pulpo.

Esta película americanizada me parece un queso Gruyer en el que precisamente lo delicioso, se encuentra en sus agujeros.

Dejo un ejemplo más. Está claro que ninguna americanización incluiría a Vivaldi. 
Porque no sé si sabéis que la banda sonora de una de las tres, pertenece a Vivaldi.

 

"Cessate, omai cessate.
Ah, ah ch'infelice sempre 
me vuol Dorilla ingrata.
Ah sempre piu spietata; 
m'astringe à lagrimar"



domingo, 19 de enero de 2014

Boira IV. Pissarro o El dominio del paisaje


Lila, naranja, amarillo, azul, gris y verde.
Una paleta de seis colores a pinceladas diminutas y nerviosas se convierte en el manto de cualquiera de los campos de L'Hermitage.
Lógico, el verde. Pero ¿lila naranja, amarillo, azul y gris?
Todos los colores para el campo. 

Si uno hiciese una fotografía de cerca a una de las esquinas de un cuadro de Pissarro, y la proyectase, se pensaría sin duda que pertenece a Pollock. Tal era la abundancia de color. Con este francés, todas las combinaciones eran posibles, y los abrigos de las mujeres, manchas de púrpura, azul y rojo y blanco. Es el artista copulativo, el impresionista polícromo y el cronista campestre. Aquel que hizo de la tessela un arma para la pintura y una futura arma para los collages con fotos. Lo pequeño, constituía lo grande. Cada mancha unida a otra mancha hacían una mancha mayor que tenía forma y era reconocible. El puntillismo. El impresioniso. Pissarro descubrió el átomo en la pintura.

Los cuadros impresionistas se ven de cerca y de lejos. De lejos, para ver las formas. De cerca, para ver sus células. Por eso  no es raro ver en el museo visitantes andando hacia atrás, chocándose con otros visitantes que, a sus espaldas, también caminaban hacia atrás para contemplar el suyo. Se oyen susurros "perdón, perdón", y sonrisas. Para ver bien esta exposición hay que hacer ejercicio. Ese día recomiendo no ir al gimnasio o saldrán agujetas.

Y, en fin, solo hay que acercarse. A uno cualquiera. Para descubrir las manchas. Se adivinan incluso los trazos, y así uno comprende la importancia de una línea recta para dirigir un brazo, lo esencial de tres manchas horizontales con abundante pintura para indicar movimiento y la curva rápida en color más intenso para, de lejos, adivinar el contorno de una pierna. Ya lo imaginaba, pero con cada cuadro confirmo cómo según dirijamos el pincel, así conferiremos vida. Ese mismo brazo de la señora que se entretiene en arrancar no se qué fruto del seto, podría estar hecho a base de círculos. Con rayotes. Pero no, un movimiento seco, que claramente se ve hecho hacia la izquierda (uno puede ver la mano del artista moviéndose solo con contemplar el cuadro), es el responsable de que apreciemos dinamismo. En resumen, cada cuadro es un estandarte de esfuerzo y tiempo. Si se contase el número de pinceladas de un cuadro de Pissarro, coincidiría seguramente con el número de hojas caídas en otoño en toda Francia.

A la entrada de la exposición que acoge el Caixa Fórum de Barcelona hasta el 26 de enero de 2014, hay una foto en blanco y negro de Camille. Qué curioso. Siempre me lo había imaginado calvo. O con poco pelo. Y bastante delgado. Y en cambio me encuentro una figura imponente, con larga barba espumosa (de esas que parecen espuma de cerveza, como si al tocarlas, fueran a desaparecer) y ojos despiertos, hundidos pero sonrientes. Sí, es una foto de madurez, está ya canoso, y sostiene su pincel con fuerte destreza. Lleva un chaquetón de paño. Y una bufanda. Ese era Camille.
Folleto y entrada de la exposición en el Caixa Fórum Barcelona

Siempre he pensado que, como en biología, debe de haber pintores de bota y pintores de bata. Los de bota son aquellos que hacen trabajo de campo, suelen mancharse de tierra las manos y sufrir las inclemencias del clima. Los de bata son aquellos de taller y laboratorio, que la única climatología que reciben es la que transcurre a través de sus ventanales o las humedades de su techo. Camille era de los primeros. No puedo imaginar cuántas hormigas tuvieron el placer de surcar la montaña de sus zapatos.

De hecho, allá por el decimonónico, si uno cerraba los ojos para evocar las campiñas galas, debía sin duda incluir en ellas, entre las sombras de las acacias y la prolongada rivera de los ríos, la silueta de un caballete y su dueño. Pissarro pintaba al aire libre. Por eso iba siempre tan abrigado. Imagino que le debía costar transportar todos sus materiales hasta el punto idóneo, que seguramente se le acabarían cayendo cada dos por tres la maleta, la paleta o las pinturas. Alguna debió perder entre la paja o la hierba. Pero acabaría llegando. Con las manos en jarras, daría una vuelta sobre sí mismo, abocetando con la mirada su siguiente obra, y finalmente, de repente, como si un interruptor hubiese activado un resorte, colocaría su tabla y empezaría a vestirla de color. A Pissarro le apasionaban los cambios cromáticos que traen consigo los cambios de estaciones y las horas solares: un punto de obsesión rozaba el hecho de pintar el mismo paraje en dos momentos diferentes. Estoy convencida de que el sol se sintió dignificado y alabado durante todo el siglo XIX.

No obstante, tuvo que volver al interior. A ser pintor de bata. A mirar a través de sus ventanales. Una salud debilitada le llevó a hoteles y casas altas, para poder dibujar desde sus balconadas la crónica del día. Pissarro volvió a la ciudad. Y la pintó. Ajetreo, calles llovidas y mercados. Cómo debió ser su talento descriptivo, que una visitante francesa de la exposición le comenta a su amiga: "Tu vois, ainsi étaient les rues décrites pour ma arrière-grand-mère. On dirait que Pissarro m'a prêté ses yeux"

Durante la exposición hay algo que me recuerda al Thyssen. No sé si son los marcos de los cuadros, barrocos de madera. No sé si es la estructura por etapas, o la descripción de las mismas. No sé qué es, que algo me huele a Thyssen. Y pam. Al salir de la exposición, en los créditos, ahí está. El comisario de la exposición es el director artístico del museo madrileño. ¿Qué elegante destreza habrá tramado, que hablando Pissarro, susurraba Bornemisza? Al salir también, de nuevo esa foto en blanco y negro de Camille y su abrigo de paño. Y su larga barba blanca. Tan blanca, que me pregunto si alguna vez, al atusarla entre pincelada y pincelada, no terminaría manchándosela, como una paleta. 

Manchándosela de lila, naranja, amarillo, azul, gris o verde.

sábado, 18 de enero de 2014

viernes, 17 de enero de 2014

Boira III. Nymphomaniac o Cuando todos debaten si es erótica o estética

(Tranquilos: se avisan SPOILERS y hay pocos)

Estrenar el día de Navidad puede tener su cosa. 
Uno rápidamente piensa en Papás Noeles dadivosos, o en familias que tras años separadas se reúnen, o en tablas de mandamientos. Pero si quien estrena es Lars Von Trier, cabe albergar sospechas. De hecho, el resultado es que se acaba mezclando Nochebuena con escenas de explícito contenido erótico. La responsable es la primera parte de Nymphomaniac, la última cinta del director danés en la que se narra la historia de una chica que se autodefine como ninfómana (o adicta al sexo, según es corregida por un grupo de ayuda durante el film).

Se puede decir que gran parte empezó en 1790, de la mano de Kant y su Crítica del juicio. Allí la locución latina "Ars gratia artis" habla del individualismo frente al realismo. Es como el sufragismo del arte. Se aboga por la libertad del artista, por desprenderse de todo lo impuesto, de las instituciones, creando un arte que no se vende en centros comerciales, el que posteriormente se llama "arte incomprendido". 

A esta idea de todo lo alejado de la barriga gaussiana le siguen muy diversas manifestaciones de artistas que luchan y se revuelven contra todo lo establecido. Por ejemplo, la estela de Breton. Y, para el caso que nos ocupa, la que nace allá por marzo de 1995, momento en el que dos directores en ciernes dan a conocer el resultado de sus cavilaciones. Ambos llevaban meses pensando que el cine convencional que llega a las grandes pantallas no les agradaba. Pensaban que era demasiado artificial, planeado, tosco, incluso insultante para la audiencia. Ellos confíaban más en el cine como materialización del teatro en 35 mm. Creían, como dijo el padre de Dorian Gray, que la naturalidad es la más difícil de las poses, y juntos deciden publicar un escrito en el que plasman el que debería ser el decálogo de un cine original y de calidad, alternativo y puro. Y ojo, anónimo.

¿Estoy comparando surrealismo, lucha kantiana y cine Dogma 95? No en contenido sino en formato. Todos querían ser diferentes, incomprendidos y separatistas. Lo que en ciertos foros causa desconfianza y provoca sonrisas de compasión hacia la rebeldía juvenil. Pero el caso es que el dogma, que se paradojea con su nombre al querer huir precisamente de todo lo dogmático, cuaja a su manera y se acaban rodando más de doscientas cincuenta cintas bajo el que se llama voto de castidad del cineasta. Una figura que no debe hacer cameos, sino ser lobo estepario y sensible: la ausencia de focos, el imperativo de rodar en exteriores, el repudio a todo género que encorsete o la imposibilidad de montar música junto con la obligación de que esta suene en el momento de la grabación, son algunas de las premisas. La última azota a todos los egos, porque consiste en que el nombre del director jamás aparecerá en los créditos. Aunque, curiosamente, el manifiesto acabe con las visibles firmas de Von Trier y Vinterberg.

Así, se estrenan muchas. Y con muchas, después, sus autores acaban reconociendo que fueron infieles. SPOILER Como lo son las chicas del Mea vagina en la cinta hasta aquí. Parece, así, que las vanguardias están hechas para ser usadas y después ser abandonadas. Como las cámaras desechables de antes. Romper las normas obligándose a seguir otras sin excepción sabe a contra natura. Y la modernidad del momento, que de seguro será rescatada de manera vintage más adelante, acaba perdiendo fuerza y nombre.

No obstante, todo lo anterior no quiere quitar méritos. Tan solo describir la cronología de un suceso que comparte protagonista con el epicentro responsable de Nymphomaniac que, está claro, no es Dogma. Es una cinta que se parte en dos para el público general y se muestra de cuerpo entero en febrero de 2014, punto en el que he de añadir que sorprenden los tijeretazos de la censura según la nacionalidad de las pantallas grandes (parece que Janet Jackson abrió la veda y pese a las mofas y triquiñuelas de Buñuel y compañía durante el franquismo, hoy en día sigue habiendo eso que en 1984 ya se anunciaba: una censura moralista en la que nadie sabemos quién establece los límites ni si el paternalismo es bueno). 

Ya se han formado demasiadas opiniones sobre su contenido, y seguramente se habrán redactado tesis doctorales sobre la evolución del cineasta o su reciente focalización en lo morboso. Pero llamadme rara: yo podría calificar a la cinta de intimista (y me consta que no soy la única). Y no precisamente por el carácter íntimo de las relaciones que se plasman a lo largo de los ocho capítulos de la autobiografía de Joe, sino por el carácter pretendidamente analista y comparativo de un tema sórdido (SPOILER sirva como ejemplo la comparación entre la pesca y el desarrollo de una ninfomanía tal cual es entendida por la protagonista hasta aquí) que, en el fondo, es bastante universal. La moralidad del sexo: la protagonista se cree y se expresa como malvada. La dualidad: ¿se puede sexo sin amor? Y la emoción subyacente a todo esto: la última frase de esta primera parte, que en mi opinión parece moraleja y me sorprendería que así fuera.

La estética se conserva y se amplía. Von Trier experimenta. SPOILER Un pentagrama, la secuencia de Fibonacci escondida entre sus notas, o las distintas maniobras vectoriales para aparcar un coche, se sobreescriben durante las escenas hasta aquí. Von Trier, por eso, se ayuda de lo que su cine natural Dogma no puede concederle, pero que aporta un efecto visual sugerente. Por otra parte, yo señalaría una, dos, tres escenas. Pero para  no llenar de spoilers, solo diré una. Aquella que a mí especialmente me revolvió estómago. SPOILER Me refiero a esa en la que la cámara se cuela por entre los muslos de Joe para dejarnos ver cómo cae una gota, para luego desenfocarse y ver a través de ellos la figura paterna inerte en la cama de hospital hasta aquí. Una gota que nos evoca a las gotas de los primeros minutos de la cinta, que a su vez me hacen recordar ahora cuando Almodóvar hablaba del tiempo atmosférico como recurso cinematográfico para el sexo.

Por último, una pequeña sorpresa al inicio. No ya solo el algo más de minuto en fundido negro, sino una música posterior que en principio nada nos pega como banda sonora de un hombre que descuelga su chaqueta de una percha. Suena Rammstein. En su fonético alemán.




La segunda parte continuará a finales de enero, cumpliéndose un mes de su estreno. Un pequeño avance se nos muestra durante los créditos. Quedaos sentados si queréis que ese aperitivo desfile por entre los restos de palomitas de vuestros dientes.

Cierro ya con una frase de la peli. Una que me despertó la atención. No escribo spoiler porque la considero universal. Sincera. Cierta.
"Quizá lo que me diferencia de la mayor parte de la gente 
es que siempre le he pedido más a la puesta de sol.
Colores más espectaculares cuando el sol toca el horizonte."

martes, 7 de enero de 2014

Boira II. El superviviente de Magritte o Cuando la sombra es roja


Madrid, año 2009. Un día entre febrero y mayo.

Los carteles colgantes de las farolas anuncian una exposición que me llama la atención: el tratamiento de la sombra a lo largo de la pintura universal. Es de esas veces en que la temática me resulta atractiva por lo sugerente, lo etéreo, por lo acumulativa. Y me pregunto qué obras habrán sido seleccionadas, y bajo qué motivos. La evolución del revés de los egos, de esa que se pega a los zapatos de Peter Pan, dejaba su papel secundario para ser protagonista. ¿Qué tendrá que decir un charco negro sin rasgos?

Veo que la colección de sombras se alberga entre el Thyssen y la Fundación Caja Madrid. Puf. Pienso que resulta algo incómodo trasladarse de un edificio a otro para disfrutar de la exposición completa, pero en el trayecto entre ambos el olor de metro mezclado con el olor a croissant de la cafetería balear en el centro peninsular, sirve de compañía a los pasos del visitante. Y eso basta.

El recorrido temporal de la colección es amplio. Abarca desde la invención de la pintura al cine. Y es curioso. Resulta que la sombra tuvo tal relevancia en aportar realismo a las obras, que su uso se considera como el verdadero inicio del arte del dibujo. Como si hasta entonces el hombre hubiese vivido en una representación de las cavernas, donde a ningún bisonte ni a ningún ciervo se les añadía su masa negra doblada a modo de reflejo, y fuese a partir del momento en el que el hombre incluye en su proyecto pictórico a las sombras, cuando comenzase el despertar de la humanidad

Hasta entonces, todo era mentira. La sombra, que no es más que un bulto negro inseparable de los cuerpos iluminados, tiene el poder de la verdad. De la veosimilitud. De expresar que allí, en ese momento pintado, había luz. Y que había un cuerpo que la proyectaba sobre alguna superficie. Y que el autor de todo aquello dedicó un momento al menos a programar cómo se doblaría ese cuerpo negro si hubiese una esquina, o si fuesen las siete en vez de las doce, o si dos luces duplicasen su forma. La sombra por tanto es el pasaporte de los trazos para volver de los mundos oníricos a la realidad. 

1. Realidad
2. Autor que la observa
3. Imaginación del autor
4. Mundo onírico sobre lienzo
5. Sombra 
6. Representación fiel de la realidad

En resumen: sin sombra, no hay verdad. Delvaux, Picasso, Alfonso Ponce, Benoît Sube... participan en este camino evolutivo hacia la realidad. Pero entre todos, entre el impresionismo y el barroco, el expresionista y el moderno, hay un cuadro que me sucumbe.

Si hablo hoy de esta exposición, es porque durante bastantes meses estuve prendada de él. Como quien  cruza miradas con un extraño y le busca desde entonces en cualquier autobús y en la misma esquina, y sueña o fantasea con él. Lo recordaba, lo calcaba al milímetro, sin encontrarle título ni año ni colección. Dos cosas sabía seguras: el cuadro se había expuesto en Caja Madrid, estaba solo vistiendo a la pared blanca, recordaba que cerca de él había escaleras o algún claustro. Y los trazos solo me sabían a Magritte, no podía ser nadie más que él. 

Una búsqueda en internet no me daba más información. ¿Cómo buscar el recuerdo de un cuadro? Ni en el museo belga dedicado al autor, ni en las instituciones que habían albergado la exposición. El catálogo solo se vendía en la tienda, y no siendo una de sus obras más célebres, tampoco lo encontraba en libros biográficos. Nada. Así que escribí al Thyssen, como aficionada en apuros, y les describí el cuadro. "Recuerdo un rifle apoyado en la pared, que es de papel pintado. El suelo lo recuerdo viejo, quizá de parquet. El rifle se muestra de perfil, en silencio. Hay un charco de sangre."

Y el Thyssen, al día siguiente, responde. "Seguramente usted habla de "El superviviente", de 1950, que se encuentra en la Menil Collection de Houston". Eureka. El bautizo se produce. En efecto, he ahí mi cuadro. Junto a este hallazgo, otro más: un catálogo completo de todas las obras expuestas entonces, que puede encontrarse en los archivos de su web. Y ahí está él:

El superviviente. René Magritte. 1950
¿Cómo saber ahora cuál es la sombra? ¿Es aquella que destila plaquetas, sobre el suelo? ¿O tal vez la otra, negra, pegada a la pared? ¿Qué esclavitud mayor que nacer sombra, qué escalofrío peor que adivinar el gatillo? ¿No notáis la sensación seca de la sangre enmaderada? ¿No notáis la humedad de la sombra de papel? Ni una sola astilla reclama protagonismo. Ni un solo descorcho asola la habitación. Dan ganas de asomarse a izquierda y derecha del cuadro, por ver qué más muebles presencian esa estancia, qué luz antigua invade ese cuartel (cuartel no es más que la alianza entre cuarto y papel, un papel de sombra asesina). No puedo imaginar tresillos, ni alfombras, ni mesas. Todas me parecen cobardes e insuficientes. Todas -¡estoy segura, todas!- esconden entre sus virutas las partículas de azufre del disparo. Entre los tornillos de todas, también lo sé, cabalga aún la vibración de ese sonido. ¿Habrá cuerpos que Magritte haya preferido obviar? ¿Será dueño de esa sangre quien usó su índice?
"El disparo de gatillo 
es la perfecta acusación 
del asesino. 
Quien con su índice señala 
a la víctima mortal,
al tiempo de apretarlo
hacia sí lo dirige
para poderse acusar"

Pero no, no. La sombra no es la negra. Es la otra, la roja. Sombra de sangre, sangre que enoja. Peste de sangre que de vida despoja. Y no es sangre de otros. ¡Es sangre de rifle! Afuera los muertos y adiós matarifes. Una sombra roja metálica y obscena, tétrica y dura, funesta y criminal. La sangre acumulada a dentelladas viles de pánico bélico y de caza torcaz. Una mancha anónima, recogida a golpes de histeria. La sangre de las sangres y el sudor de la miseria.

Con este cuadro aprendí que la sombra era compañía, significado, verdad.
Y que su color no era siempre el negro.

sábado, 4 de enero de 2014

Boira I. Barjola o La violenta cintura de los toreros

Le vi por primera vez un domingo. Pasado el mediodía. 

Por entre las lentejuelas, se adivinaba la pelvis. Erguida, elegante, imponente. Una cintura de viento con forma de ancla para bailar de albero. Estaba él con sus verónicas, moreno de domingo, blanco de miedo. La sombra, sobre la arena, ¡quisiera convertirla en barro! Para dejar esculpida la lucha de dolor fiero y escuálido. Se oye el hilo de saliva tras el tablado vermello. Huele a sudor, a aplauso de abanico, a pezuña sucia y a capote negro. Todas las figuras bailan, todo él es movimiento. Una danza funesta y estúpida, porque hoy muere el torero.

Barjola nació en un pueblo sin plaza de toros. Y sin camerinos. La Torre de Miguel Sesmero es un conjunto de calles blancas, de muros bajos y de huertas fértiles. Entre sus adoquines extremeños debió jugar un muchacho infeliz que solo era feliz delante de un lienzo. Emigró pronto y fue un amante fácil. Se acostó con los caballos dentados de Picasso, con la tinta sórdida de Goya, con las esferas flotantes de Magritte y con las prolongadas barbas de El Greco. Se le puede echar en cara que dadadeó con todo ello. No dejan de aparecer lámparas con sobresalientes bombillas colgadas largamente del techo, cabezas de caballo desvertebradas hacia el cielo. Perros de ojos deformes. Cráneos, cuadros azules, esperpento. Pero no deja de ser cierto que su firma es original y auténtica. 

Suelo decir que un artista es tal en el momento en el que al situarnos enfrente de cualquiera de sus creaciones, sabemos que es suya. Porque una forma especial de hacer las líneas, de usar el color, de representar las figuras... nos vincula de inmediato a él. Sucede que a uno le cierran los ojos, se los abren frente a un Barjola, y lo reconoce. O el cuadro nos reconoce a nosotros y nos brinda su movimiento. Porque en él, todas las piernas son mangos de llaves inglesas. Hay líneas curvas de un trazo y muchedumbres que tensan. Ningún cuadro tiene silencio. Ni uno. Aunque en el gentío no se adivine nunca una cara completa, se oye que grita. Y aunque nos muestre un bodegón, se escucha la escarcha de la sandía recién partida. En los burdeles, el frufrú de las telas. Y en los ataúdes, una sosegada histeria.

El apellido materno expone láminas en el Ayuntamiento. Unas diez. Todas en blanco y negro, aunque se sabe de su uso expresionista del color. La peor parte es que para verle hay que subir unas escaleras y entrar en la sala de plenos. Y no deja de ser metafórico que la luz de la tarde proyecte unas rejas en la pared. Porque ese Barjola está encarcelado. Es gratis verle, sí. Pero el desierto de los Monegros también lo es y nadie detiene su coche en el arcén para correrlo. Y eso es triste. Nadie debería perderse arte, ni el arte mismo debería echarse a perder. Bajola fue un pintor del que no todos se enorgullecen: la intrahistoria en eso tiene su papel protagonista. Tanto, que donde se le mima es detrás de Arbeyal, allá donde Jovellanos.

Exposición Barjola en la sala de plenos del Ayto. de La Torre de Miguel Sesmero.
(Diciembre de 2013)
Al menos el Ayuntamiento ha reunido esfuerzos y ha hecho lo que buenamente ha podido. Y así un rinconcito de la comarca le contiene. Estoy convencida de que si uno se arrodilla en los huertos de al lado y coloca el oído sobre la tierra, escucha un latido más que antes.

"Tierrita de mis amores
que me sacaste de la entraña,
no me des tantos dolores
aunque te pese mi espalda"


Se acaban las Navidades y me pregunto si Barjola comía polvorones. Y yo creo que no. Que se atragantaba demasiado de vida como para comer de estepa.

jueves, 2 de enero de 2014

Punto de rocío I. Niebla, de Miguel de Unamuno (dos fragmentos)



Toda la niebla es poca...



Augusto Pérez nació en 1907. Es el protagonista principal de la nivola Niebla, de Unamuno. Aunque me arriesgaría a decir que ya había nacido mucho antes, en cualquiera de los sueños de ese escritor bilbaíno con gafas. Y a mí me cautivó cuando le leí.

Tanto, que leí y releí Niebla. Muchas veces, muchísimas. Llegué a contar incluso cuántas veces aparecía la palabra mencionada en el texto -veinticuatro- e intenté buscarle cada vez algún significado. Porque estaba convencida de que debían existir distintos tipos de niebla. Que la niebla de la que se hablaba, debía ser distinta cada vez. Así es como llegué a establecer la diferencia entre Boira y Punto de rocío.

"Boira" es la palabra catalana que designa a la niebla. También es un aragonismo si se acompaña del apellido "dorondón". Todos alguna vez nos hemos encontrado con un banco de niebla, de boira. Se trata de esa masa de gotas microscópicas de agua que se nos presenta a veces y que no nos permite ver otra cosa que no sea ella misma. Da igual tener los ojos abiertos o cerrados: se trata de un blanco que de repente flota para abarcarlo todo. 

Esa es la razón por la que siempre he pensado que la niebla es la materialización de la sensación de vacío. Y por eso es el término que quiero usar en este blog para hacer alusión a todo aquello que lo combata. Es decir, para referirme a exposiciones, libros, películas, o cualquier otro fragmento de realidad, sea en el formato que sea, al que yo haya accedido y me haya movido, combatiendo al vacío. Boira serán cada una de esas micropartículas que, en conjunto, forman el cuerpo de la lucha contra la nada.

Por otra parte, el "punto de rocío" es la temperatura a partir de la cual se empieza a condensar el vapor de agua que contiene el aire, lo cual puede dar lugar a tres cosas: a esas pequeñas gotas matutinas, es decir, al rocío; a la neblina (niebla de vapor, niebla de precipitación); o, si la temperatura fuese lo suficientemente baja, a la escarcha.

Es, por tanto, la definición de un momento concreto, de ese en el que el termómetro sube de número, y de repente fuera, todo cambia, se transforma. El instante justo en que se pasa de un estado a otro diferente. Es el término que quiero usar en este blog para la lectura de fragmentos de textos que, aislados o en su contexto, alguna vez, al leerlos, me han llevado al punto de rocío. Que me han llevado a la temperatura exacta a partir de la cual el cuerpo llora sin pedir permiso y la neblina se detiene un instante, para quedarse. Dado que me encantan la locución y la rapsodia, y en extensión, leer en voz alta, en cada punto de rocío se contendrán audios de esos fragmentos, leídos por mí. 

(c) Nereida Bueno Guerra. Julio de 2013
La fotografía que aparece de fondo está hecha en un punto del camino de ruta del Parque Nacional del Serengeti. Nos entretuvimos demasiado observando una manada de elefantes que, espantada, pasó debajo de un leopardo que dormitaba en un árbol, y se nos hizo tarde. Había niebla a lo lejos. Esa ausencia de prisas nos hizo contemplar uno de los atardeceres más espectaculares que he visto nunca. En Tanzania, antes de atardecer, hay niebla. Y mientras amanece, también. El color de luz, por su parte, cambia rápidamente de tonalidad. De amarillo pasa a rosa, naranja y rojo en apenas segundos.  

Feliz niebla.